Disculpen la generalización, pero entiendan que a un servidor también le toca: el español es un individuo desconfiado y peligroso, altivo pero de pasiones bajas, en muchos casos cainita, más apegado al interés propio que a la verdad, con frecuencia intolerante y desde luego miedoso de aquello que pueda venir a perturbarlo desde algún lugar desconocido.
El español anhela creer, mucho más que cualquier otro ciudadano de cualquier otro lugar, que tiene siempre la razón. Por ello lee sólo lo que le interesa, consume mucha televisión con el doble objetivo de reforzar sus puntos de vista y no verse obligado a reflexionar, huye de los productos comunicativos complejos y se refugia en una ignorancia orgullosa, pueril y desafiante: mi país es el mejor, ningún lugar como mi pueblo, los ladrones son los otros, los míos jamás se equivocan, tú y yo, los buenos y los malos, mis amigos y mis enemigos.
La culpa no es (sólo) del profesional de la información sin respeto por su profesión. La culpa no es (sólo) de la clase política. Es de la gente desinformada (o partidista, o soberbia, o cainita) que la elige.
Ayer, querido lector, escribí un tuit quizá no muy afortunado. Decía así:
Ustedes no me conocen. No saben quién es el
Sergio M. Gutiérrez hijo, hermano, padre o compañero. No imaginan al escritor o al politólogo, y es posible que ni siquiera hayan escuchado al comentarista. Ustedes conocen sólo el perfil de un profesional del periodismo deportivo que, después de comprobar qué pedían las redes sociales, decidió adoptar una perspectiva futbolera para hacerse notar; y sólo se impuso la cordura y la dignidad como principios que jamás debía conculcar.
El tuit anterior, por supuesto, fue jaleado por barcelonistas y vilipendiado por atléticos de toda condición (chavales y viejos, cultos e iletrados, obreros y directores).
El mal del español medio, del español desconfiado, peligroso, altivo, de bajas pasiones, cainita, intolerante y miedoso, afecta a todos por igual, incluido (faltaría más) quien firma este artículo.
Quizá no esté de más explicar que detesto la violencia, y que el más mínimo tufo de comportamiento brusco me provoca sarpullido y activa todas mis alertas. Por eso me pareció tan grave el vídeo en el que
Godín parece indicar a
Miranda que pegue a
Messi en la zona lesionada.
Quizá tampoco sobre aclarar que siento una profunda repulsión hacia los defensores del
fútbol rastrero: si aplauden una agresión en un campo de fútbol, qué atrocidad no serían capaces de realizar en un estado de guerra con un
kalashnikov entre las manos.
Pero no es ése el escenario horrendo al que pretendo llegar. La realidad (descorazonadora donde las haya) es que en los tiempos que corren resulta aparentemente razonable que un culé aplauda y un atlético critique el tuit de marras.
En los zapatos del otro
Miramos la realidad con lentillas blaugranas, o rojiblancas, o rojigualdas, qué más da la combinación de colores. Y no nos hacemos la más básica de las preguntas: ¿qué pensaría de este tema si los papeles estuvieran cambiados? O mejor: ¿qué pensaría de este tema si yo fuera del otro equipo, del otro país, del otro continente, del otro partido político?
Alteremos la escena para ilustrar el argumento. Pongamos que Dani Alves está indicando a Busquets una lesión muscular de Óliver Torres, y que acompaña la indicación con un gesto fácilmente interpretable como "pégale ahí, que le duele".
Los
culés no querrían ver maldad en la gesticulación de su lateral. O acudirían al tópico "eso ha ocurrido toda la vida" (una bruja muere quemada en la plaza de algún pueblo cada vez que alguien lo utiliza). O sostendrían que esto es
fútbol, un deporte de hombres (y violento por tanto, se entiende). Los
atléticos, sin duda, denunciarían la iniquidad y exigirían parar los pies a los agresores, que el niño tiene 18 años y es un fenómeno, por favor: qué monstruo sin corazón lo querría lesionar.
Después es usted, querido lector, quien se queja del pésimo periodismo deportivo de nuestro país. Pregúntese si lo fomenta.
Y póngase, por favor, en el lugar del otro, en sus zapatos según la expresión anglosajona. Trate de imaginarse
catalán si es
andaluz, andaluz si es catalán. Procure ver el mundo con los ojos de quien lo percibe distinto. Haga un esfuerzo por pensarse
ruso homófobo, polaco ultracatólico, estadounidense de un pueblito de
Wisconsin. Qué pensaría de nuestra
Europa si fuese usted un pobre agricultor somalí al que han arrebatado la tierra y las semillas.
Mire usted la realidad desde otro lugar. Cambie la perspectiva, por lo que más quiera.
Y juzgue después con la conciencia tranquila, liberado por fin del mayor mal de nuestro tiempo: la falta de empatía.
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